jueves, 1 de marzo de 2018

LA SEGUNDA GUERRA PÚNICA EN IBERIA. POLIBIO, TITO LIVIO Y APIANO ENLAZADOS.

Polibio, griego, nacido en el 200 a. de C., tomado como rehén y llevado a Roma a los cuarenta años; una vez en ella, logra reconocimiento y accede al círculo de los Escipiones. 

Desde esta posición va adquiriendo una admiración creciente hacia el régimen político romano, y a partir de ahí se embarca en la  investigación de la razones por la cuales Roma está situándose en la cima del poder sobre el resto de los pueblos.

Parte muy importante de esa investigación es cómo ha logrado vencer a su enemigo más potente; Cartago. En ese contexto se sitúa el relato de los hechos de la segunda guerra púnica en el suelo de iberia, a lo cual dedica gran parte del libro III de su Historia.

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HISTORIA UNIVERSAL BAJO LA REPÚBLICA ROMANA

Historia de Polibio

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Polibio. Libro III. Capítulo II.

Algunos errores sobre las verdaderas causas de la segunda guerra púnica.- Refutación al historiador Fabio. 

Ciertos escritores que narraron los hechos de Aníbal, queriéndonos exponer las causas por que se suscitó la segunda guerra púnica entre romanos y cartagineses, asignan por primera el sitio de Sagunto por los cartagineses, y por segunda, el paso del Ebro por estos mismos, contra lo que se había pactado. 


Yo más bien diría que estos fueron los principios de la guerra, pero de ningún modo concederé que fuesen los motivos. A no ser que se quiera decir que el paso de Alejandro por Asia fue causa de la guerra contra los persas, y que la guerra de Antíoco contra los romanos provino del arribo de éste a Demetriades, motivos que ni uno ni otro son verdaderos ni aun probables. Porque ¿quién ha de pensar que estas fueron las causas de las muchas disposiciones y preparativos que Alejandro, y anteriormente Filipo durante su vida, habían realizado para la guerra contra los persas, o de las operaciones de los etolios anteriores a la venida de Antíoco para la guerra contra los romanos? Esto es de hombres que no comprenden cuánto disten y qué diferencia haya entre principio, causa y pretexto; que estos dos últimos preceden a toda acción, y que el principio es lo último de los tres ( el sitio de Sagunto y el paso del Ebro son pues principios o pretextos pero no las causas, los verdaderos motivos, de la guerra). 

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Yo (Polibio) llamo principio de toda acción aquellos primeros pasos, aquellas primeras ejecuciones de lo que ya tenemos proyectado; pero causas, aquello que antecede a los juicios y deliberaciones, como son pensamientos, especies, raciocinios que se hacen sobre asunto, y por los cuales nos determinamos a juzgar emprender alguna cosa. Lo que sigue manifestará mejor mi pensamiento.

Cualquiera comprenderá con facilidad cuáles fueron los verdaderos motivos y origen que tuvo la guerra contra los persas. El primero fue la retirada de los griegos, bajo la conducta de Jenofonte, de las provincias del Asia superior en la que atravesando toda Asia con quien se hallaban en guerra, no hubo bárbaro que osase interrumpirles el paso. El segundo fue el paso por Asia de Agesilao, rey de Lacedemonia, en el que, en medio de no haber encontrado quien se opusiese a sus designios, tuvo que volverse sin haber ejecutado, cosa de provecho, por los alborotos que se originaron en la Grecia en este intermedio. De estas expediciones infirió y conjeturó Filipo la cobardía y flojedad de los persas, al paso que advirtió en él y en los suyos la pericia en el arte militar, y se le pusieron de manifiesto las grandes y sobresalientes ventajas que obtendría de esta guerra; y lo mismo fue conciliarse la benevolencia de toda la Grecia que, bajo pretexto de querer vengarla de las injurias recibidas de los persas, tomar la resolución y propósito de hacer la guerra y disponer todo lo necesario para la empresa. Quede pues, sentado que las causas de la guerra contra los persas son las dos primeras que hemos dicho: el pretexto este segundo, y el principio el paso de Alejandro por Asia. 

De igual modo es indudable que se debe tener por motivo de la guerra entre Antíoco y los romanos la indignación de los etolios. Pues imaginándose éstos que los romanos los despreciaban por el feliz éxito de la guerra contra Filipo, como hemos dicho anteriormente, no sólo llamaron a Antíoco, sino que la cólera que por entonces concibieron los condujo a emprenderlo y sufrirlo todo por vengarse. El pretexto fue la libertad de la Grecia, a la que sin fundamento y con engaño exhortaban los etolios, recorriendo con Antíoco las ciudades; y el principio fue el arribo de este rey a Demetríades. Me he detenido más de lo regular sobre esta distinción, no por censurar a los historiadores, sino por librar de error a los lectores. Porque ¿de qué sirve al enfermo el médico que ignora las causas de las enfermedades del cuerpo humano? ¿O qué utilidad la de un ministro de Estado que no sabe distinguir el modo, motivo y origen de donde toma principio cada asunto? Ciertamente que ni aquel aplicará los remedios convenientes, ni éste manejará con acierto los negocios que lleguen a sus manos, sin el previo conocimiento de lo que hemos dicho. En esta inteligencia, nada se ha de observar ni inquirir con tanto estudio como las causas de cada suceso. Pues muchas veces de una cosa de poca monta se originan los más graves asuntos, y en cualquiera materia se remedian con facilidad los primeros impulsos y pensamientos.
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Refiere Fabio, escritor romano, que la avaricia y ambición de Asdrúbal, junto con la injuria hecha a los saguntinos, fueron la causa de la segunda guerra púnica; que este general, después de haber adquirido en España un dilatado dominio, emprendió a su vuelta de África abolir las leyes patrias, y erigir en monarquía la república de Cartago, pero que los principales senadores, comprendiendo su propósito, se le habían opuesto de común acuerdo; que Asdrúbal, receloso de esto, se retiró de África, y en la consecuencia gobernó la España a su antojo, sin miramiento alguno al senado de Cartago, que Aníbal, compañero y émulo desde la infancia de los intentos de Asdrúbal, observó la misma conducta en los negocios que su tío, cuando se le encomendó el gobierno de la España; que por eso hizo ahora esta guerra a los romanos por su capricho contra el dictamen de la república, pues no hubo en Cartago hombre de autoridad que aprobase lo que Aníbal había hecho con Sagunto. Por último, añade que después de la toma de esta ciudad vinieron los romanos a Cartago, resueltos, o a que los cartagineses les entregasen a Aníbal, o a declararles la guerra. Pero si se le preguntase a este historiador: ¿y qué ocasión más oportuna se pudo presentar a Cartago, o qué resolución más justa y ventajosa pudiera haber tomado, puesto que desde el principio, como asegura, se hallaba ofendida del proceder de Aníbal, que acceder entonces a la solicitud de los romanos, entregarles al autor de las injusticias, deshacerse buenamente del enemigo común de la patria por ajena mano, asegurar la tranquilidad al Estado, evitar la guerra que la amenazaba, y satisfacer su resentimiento a costa sólo de un decreto? ¿Qué tendría que responder a esto? Bien sé yo que nada. Pues los cartagineses estuvieron tan ajenos de echar mano de este expediente (entregar a Anibal), que, por el contrario, hicieron la guerra diecisiete años continuos por parecer de Aníbal, y no la terminaron hasta que, exhaustos de todo recurso, se vieron por fin cerca de perder su patria y personas. 


CAPÍTULO III 

Los verdaderos motivos de la segunda guerra púnica: el odio de Amílcar contra los romanos, la toma de la Cerdeña por éstos, los nuevos tributos que impusieron a los cartagineses, y los éxitos de los cartagineses en la España.

El haber mencionado a Fabio y a su historia, no es porque tema que la verosimilitud de sus declaraciones halle crédito en algunos. Los absurdos de este escritor son tales, que, sin que yo los advierta, ellos por sí mismos se presentarán a la vista de los lectores. Sino para avisar a los que tomen en la mano su historia, que no reparen en el título del libro, sino en lo que contiene. Pues existen hombres que no deteniéndose en las palabras, sino en quien las dice, e impresionados de que el autor es contemporáneo y miembro del senado, reputan al instante por verdadero cuanto refiere. Mi sentir es, que así como no se debe despreciar la autoridad de este escritor, tampoco darla por sí sola un entero asenso, sino examinar a más los hechos para formar juicio. 

Bajo este supuesto, se debe reputar por primera causa de la guerra entre romanos y cartagineses la indignación de Amílcar, llamado Barca, padre natural de Aníbal. 

Este general mantenía un espíritu invencible aun después de la guerra de Sicilia. Advertía que las tropas que habían estado bajo su mando en Erice se conservaban aún enteras y en los mismos sentimientos que su jefe, y que si el descalabro que sufrió en el mar su república la obligó a ceder al tiempo y a concertar la paz, su rencor siempre era el mismo, y sólo esperaba ocasión de declararle. Y en verdad, que a no haberse sublevado en Cartago los extranjeros, por su parte hubiera vuelto de nuevo a emprender la guerra. Pero prevenido de las sediciones intestinas, tuvo que ocuparse en sosegarlas. Aquietados que fueron estos alborotos, los romanos declararon la guerra a los cartagineses. Al principio éstos se pusieron en defensa, esperanzados de que la justificación de su causa volvería por la victoria, como hemos declarado en los libros anteriores, sin los cuales no será posible comprender cómodamente, ni lo que ahora se dice, ni lo que se dirá en la consecuencia. 

Pero como los romanos cuidasen poco de su justicia, los cartagineses, oprimidos y sin saber qué hacerse, tuvieron que acomodarse al tiempo, evacuar la Cerdeña, y consentir en pagar otros mil doscientos talentos sobre los primeros, por redimirse de una guerra en tales circunstancias. Esta es la segunda causa, y en mi concepto la mayor, de la guerra que más tarde se originó. 

Pues Amílcar, uniendo a su particular resentimiento el odio de sus ciudadanos, apenas hubo deshecho los rebeldes extranjeros y asegurado la tranquilidad a la patria, puso toda su atención en la España, con la intención de servirse de ella como de almacén para la guerra contra los romanos. Los venturosos resultados de los cartagineses en este país se deben tener por tercera causa; pues fiados en estas tropas, emprendieron con vigor la mencionada guerra. Existen muchas pruebas de que Amílcar fue el principal autor de la segunda guerra púnica, aunque su muerte había sido diez años antes que aquella comenzase. Para testimonio de lo dicho bastará lo que voy a decir. 

Cuando vencido Aníbal por los romanos tuvo finalmente que retirarse de su patria y acogerse a la corte de Antíoco, los romanos, conocedores ya de lo que los etolios maquinaban, enviaron legados a este príncipe con la misión de sondear sus intenciones. Los embajadores, advirtiendo que el rey daba oídos a los etolios y que meditaba la guerra contra ellos, dieron en hacer la corte a Aníbal, con el fin de hacerle sospechoso con Antíoco. Efectivamente, vieron cumplidos sus deseos. Andando el tiempo, y creciendo más y más en el rey los recelos contra Aníbal, se presentó finalmente la ocasión de sacar a cuento uno a otro su interior desconfianza. En este coloquio, luego de haber traído Aníbal muchas pruebas en su defensa, viendo que de nada servían sus razones, vino a parar en esto: «Cuando mi padre se disponía a partir a España con ejército, contaba yo solo nueve años: me hallaba arrimado al altar, mientras él sacrificaba a Júpiter; y después de tributadas a los dioses las libaciones y ritos acostumbrados, mandó se retirasen un poco los circunstantes; y llamándome, me preguntó con caricias si quería acompañarle a la expedición; yo le respondí con gozo que sí, y aun se lo supliqué con aquel modo propio de un muchacho; él entonces, tomándome de la derecha, me acercó al altar, y me mandó que, puesta la mano sobre las víctimas, jurase no ser jamás amigo de los romanos. En este supuesto, estad seguro que mientras penséis en suscitar ofensas contra los romanos podéis fiar de mí, como de un hombre que os servirá con fe sincera; pero si tratáis de compostura o alianza, no necesitáis dar oídos a calumnias, sino recelarse y guardarse de mí, pues siempre obraré contra Roma en todo lo posible.» 

Este discurso, que pareció a Antíoco sincero y de corazón, disipó todas sus anteriores sospechas; y al mismo tiempo se debe reputar por un testimonio evidente del odio de Amílcar y de todo su proyecto, como se vio por los mismos hechos. Pues suscitó a los romanos tales enemigos en Asdrúbal, su yerno, y Aníbal, su hijo natural, que llegó al exceso de la enemistad. Es verdad que Asdrúbal murió antes de hacer público su propósito, pero para eso a Aníbal le sobró tiempo para manifestar el rencor que había heredado do su padre contra los romanos. Por eso los que gobiernan Estados deben poner su principal estudio en comprender las intenciones que tienen las potencias en reconciliarse o en contraer alianza, cuándo reciben la ley forzada de la necesidad, y cuándo postradas de corazón, para cautelarse de aquellas, reputándolas como espiadoras de la ocasión; y fiarse de éstas como de súbditas y amigas verdaderas, participándolas cuanto ocurra sin reparo. 

Tales son las causas de la guerra de Aníbal. Ahora se van a exponer los principios. 

CAPÍTULO IV 

Expediciones de Aníbal por España.- Pretextos con que procura equivocar a la embajada de los romanos.- Sitio y toma de Sagunto

Aunque los cartagineses sufrían con impaciencia la pérdida de la Sicilia, aumentaba mucho más su indignación la de la Cerdeña y la suma de dinero que últimamente se les había impuesto, como hemos indicado.

Por tal motivo, así que tuvieron bajo su dominio la mayor parte de la España, todas las acriminaciones contra los romanos hallaron en ellos buena acogida. Entonces llegó la noticia de la muerte de Asdrúbal, a quien se había encargado el mando de la España por falta de Amílcar. De momento esperó la República, hasta ver a quién se inclinaban las tropas; pero después que se supo que el ejército había elegido de común consentimiento a Aníbal por su jefe, al punto, junto el pueblo, ratificó a una voz la elección de los soldados. 

No bien Aníbal había tomado el mando, cuando se propuso sujetar a los olcades (en la actual provincia de Cuenca?). Fue a acamparse delante de Althea (para Tito Livio Cartala), ciudad la más fuerte de esta nación, y después de un vigoroso y terrible ataque  se apoderó de ella en un momento. Este accidente aterró a los demás pueblos y los sometió al poder de Cartago. Más tarde vendió el botín de estas ciudades, y dueño de infinitas riquezas se volvió a invernar a Cartagena (es el invierno del año 221 a. de C.)

Allí, generoso con los que le habían servido, satisfizo las raciones al soldado, ofreció gratificaciones para el futuro, se granjeó un sumo aprecio y excitó en sus tropas magníficas esperanzas. 

Resultado de imagen de pueblo iberosAl iniciarse el verano (del año 220 a. de C.) dio principio a la campaña por los vacceos, atacó a Salamanca y la tomó por asalto  Puso sitio asimismo y ganó por fuerza a Arbucala, ciudad que por su magnitud, gran población y fuerte resistencia de sus habitantes le costó mucho trabajo. 

A la vuelta, los carpetanos (habitantes de las dos riberas del curso medio-alto del río Tajo), nación casi la más poderosa de aquellos países, le atacaron y pusieron en el mayor apuro. Se habían unido a éstos los pueblos vecinos, conmovidos principalmente Por los olcades fugitivos, y sublevados por los salmantinos que se habían salvado. 

Si los cartagineses se hubieran visto forzados a combatir en batalla ordenada, hubieran perecido sin remedio. Pero Aníbal tuvo en esta ocasión la sagacidad y prudencia de irse retirando lentamente, poner por barrera al río Tajo y dar la batalla en el paso del río.

Efectivamente, auxiliado de las ventajas del río y de los casi cuarenta elefantes que tenía, todo le salió maravillosamente como había pensado. Los bárbaros intentaron superar y vadear el río por muchas partes; pero la mayoría perecieron en el desembarco, porque al paso que iban saliendo los elefantes que estaban a la margen, los atropellaban antes de ser socorridos. Aparte de esto, la caballería, como resistía mejor la corriente y desde encima del caballo peleaba contra la infantería con ventaja, mató mucha gente en el mismo río. Por último, Aníbal pasó al otro lado, y dando sobre los bárbaros, ahuyentó más de cien mil. 

Con esta derrota (la de los carpetanos y sus aliados) no hubo ya pueblo, del Ebro para acá, que osase hacer frente a los cartagineses, como no sea Sagunto

(Como no se cita una derrota expresa de los territorios entre Sagunto y el Ebro, puede suponerse que este territorio, el de los ilercavones, pudiese ser favorable a los cartagineses por una relación más o menos amistosa que viniese de antiguo).

Pero Aníbal, atento a las instrucciones y consejos de su padre, procuraba en cuanto podía no mezclarse con esta ciudad, a fin de no dar a las claras pretexto alguno de guerra a los romanos, hasta haberse asegurado de lo restante de España. 

Entretanto los saguntinos enviaban a Roma correos de continuo, ya porque, presintiendo lo que había de ocurrir, temían por sus personas, ya porque querían informar a los romanos de los progresos de los cartagineses en Iberia. 

En Roma se habían mirado con indiferencia estas representaciones; pero entonces se despacharon embajadores que inquiriesen la verdad del hecho. 

Por este mismo tiempo Aníbal, después de haber sujetado los pueblos que se había propuesto, volvió por segunda vez con el ejército a invernar a Cartagena, que era como la capital y la corte de lo que los cartagineses poseían en la España. 

Allí (en Cartagena, en el invierno del 220 a. de C.) encontró a los embajadores romanos, y admitiéndolos a audiencia, escuchó su comisión. Estos le declararon que no tocase a Sagunto, pues estaba bajo su amparo, ni pasase el Ebro, según el tratado concluido con Asdrúbal. 

Aníbal, joven entonces, lleno de ardor militar, afortunado en sus propósitos y estimulado de un inveterado odio contra los romanos, como si hubiese tomado por su cuenta la protección de Sagunto (como una consecuencia natural de que Sagunto estuviese en territorio cartaginés según el tratado), se quejó a los embajadores: de que originada poco antes una sedición en Sagunto (un grupo de sublevados con la intención de derrocar el gobierno de la ciudad), los vecinos habían tomado por árbitros de la disputa a los romanos, y éstos habían quitado la vida injustamente a algunos de los principales; que esta perfidia no la podía dejar él impune, pues los cartagineses tenían por costumbre, recibida de sus mayores, no permitir se hiciesen injurias. Pero al mismo tiempo envió a Cartago para saber cómo se portaría con los saguntinos que, validos de la alianza de los romanos, maltrataban algunos pueblos de su dominio  (por lo que se puede entender que la sedición no se produjo en la misma ciudad de Sagunto sino en el algún territorio que de una forma y otra estaba bajo su dominio. Para Tito Livio, este territorio estaría muy lejos, la Turdetania, algo desde luego improbable; y los disturbios instigados y provocados por los cartagineses :" las semillas de la disputa sembradas").

En una palabra, Aníbal obraba con imprudencia y cólera precipitada. Por eso, en vez de verdaderos motivos echaba mano de fútiles pretextos, costumbre ordinaria de los que, prevenidos de la pasión, desprecian lo honesto (Polibio no da crédito a que las ejecuciones de los sediciosos fueran injustas, o que incluso en el caso de que lo fueran, los cartagineses tuvieran que intervenir en el asunto). 

¿Cuánto mejor le hubiera estado manifestar que los romanos le restituyesen la Cerdeña, y juntamente el tributo que validos de la ocasión les habían exigido sin justicia, o de lo contrario declararía la guerra? Pero Aníbal, por haber silenciado en esta ocasión el verdadero motivo y haber supuesto la injuria de los saguntinos, que no había, dio a entender que empezaba la guerra, no sólo sin fundamento, pero aun contra todo derecho (Polibio, sin embargo, da crédito a que los saguntinos tienen derecho a ser amparados por los romanos  a pesar de estar en este lado del Ebro) . 

Los embajadores romanos, asegurados de que la guerra sería indefectible, se embancaron para Cartago con el propósito de hacer a los cartagineses las mismas protestas. No creyeron entonces  que el teatro de la guerra fuese en territorio de Italia, sino en Iberia, en cuyo caso les serviría Sagunto de plaza de armas. 

Por eso el senado romano, que adaptaba sus deliberaciones a este intento, previendo que la guerra sería importante, dilatada y distante de la patria, tomó la providencia de asegurar los negocios de la Iliria.

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Ocurrió por este tiempo (220 a. de C.), en Iliria, que Demetrio de Faros, olvidado de los beneficios anteriormente recibidos de los romanos, y despreciándolos por el terror que antiguamente los galos y actualmente los cartagineses les habían infundido; depositada toda su confianza en la casa real de Ma- cedonia por haber socorrido y acompañado a Antígono en la guerra cleoménica, talaba y arruinaba en la Iliria las ciudades de la dominación romana, navegaba con cincuenta bergantines del otro lado del Lisso contra el tenor del tratado, y saqueaba muchas de las islas Ciclades. A la vista de esto, los romanos, considerando el floreciente estado de la casa real de Macedonia, procuraron poner a cubierto las provincias situadas al Oriente de Italia.

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Se hallaban persuadidos (los romanos) que después de corregida la locura de los ilirios y reprendida y castigada la ingratitud e insolencia de Demetrio, tendrían aún tiempo de prevenir los intentos de Aníbal. Pero les fallaron sus propósitos. Pues Aníbal les ganaría por la mano y les quitaría la ciudad de Sagunto. Esto sería la causa de que la guerra se hiciese, no en la España, sino a las puertas de Roma y en toda Italia. 

(Así que mientras que) los romanos, siguiendo su primer plan, enviaron a la Iliria con ejército a L. Emilio por la primavera del año primero de la olimpíada ciento cuarenta, Aníbal partió de Cartagena con sus tropas y se encaminó hacia Sagunto.

Sagunto se halla situada en la falda de una montaña que, uniendo los extremos de la Iberia y de la Celtiberia, se extiende hasta el mar. Dista de éste como siete estadios (177,6 X 7 = 1243 m., longitud mucho menor que la real) . Su territorio produce todo género de frutos, los más sazonados de la España. 

Aníbal, acampado frente a Sagunto, estrechaba con vigor el cerco (220 años antes de J. C.)

Preveía que de la toma de esta plaza por fuerza le provendrían muchas ventajas para el futuro. Ante todo presumía que quitaría a los romanos la esperanza de hacer la guerra en España; después estaba persuadido a que el terror que esparciría este ejemplo haría más dóciles a los que ya eran sus súbditos, y más circunspectos a los que estaban aún independientes, y, sobre todo, que no dejando enemigos tras de él proseguiría su marcha sin peligro. Aparte de esto, creía que abundaría de dinero para la empresa, que el botín que cada uno conseguiría daría ánimo a sus soldados para seguirla, y que la remisión de despojos a Cartago le atraería el afecto de sus conciudadanos. Estas reflexiones le estimulaban a insistir en el sitio con brío. Unas veces, dando ejemplo al soldado, trabajaba él mismo en la construcción de las obras; otras, exhortando a la tropa, se exponía, arrojado, a los peligros, sin rehusar fatiga ni cuidado.

Finalmente, a los ocho meses tomó la ciudad a viva fuerza. Dueño de muchos dineros, prisioneros y muebles, el dinero lo aplicó a sus propósitos particulares, como se había propuesto; los prisioneros los distribuyó entre los soldados, a cada uno según su mérito, y los muebles todos los remitió al instante a Cartago. 

En nada desmintió la acción a su idea; todo le salió como él había imaginado. La tropa vino a ser más intrépida para el peligro, los de Cartago más propensos a sus mandatos, y él, bien provisto de pertrechos, emprendió muchas acciones ventajosas.

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A partir de aquí, Polibio abandona el relato en el territorio de Iberia, por lo que hay que seguir con Tito Livio y Apiano.

Esto tiene algunos inconvenientes y algunas ventajas.

Tito Livio tiene un conocimiento escaso de geografía, al menos de un modo directo. Los lugares conocidos por el escritor se limitarían a Patavio, su ciudad natal, Roma, donde vivió mucho tiempo y Literno, en donde el mismo Tito Livio nos dice haber estado (38. 56. 3). A modo de hipótesis, Bornecque sostiene que Tito Livio pudo haber hecho una estadía en Campania e, incluso, pudo haber llegado a visitar Crotona. Por ello, asevera Walsh, Livio se vio forzado a recurrir a fuentes, lo que no le salvó de cometer errores.

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Los datos geográficos en la obra de Tito Livio, un estado de la cuestión

 Agustín Moreno. Universidad Nacional de Córdoba

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Para los romanos el espacio estaba definido por itinerarios, puesto que es a través de ellos que los romanos experimentaban el espacio, a través de líneas, no de formas. De ese modo, se comprende que Tito Livio, como señaló Girod (1982), prefigurara en su relato el trazado de futuras vías romanas. Dentro de esos itinerarios lo que importaba era la distancia entre los dos puntos topográficos, por ello interesaba en estos mapas mentales mostrar la contigüidad de los lugares en tanto que estos forman una red de espacios urbanos, evidenciándose así la visión política del mundo que tenían los romanos.

Sin embargo, los estudios actuales han puesto el acento en el rol participativo del lector, quien a partir de la información ofrecida por el autor debe representarse la imagen del entorno por donde se mueven los ejércitos. Imagen esta que no responde obligatoriamente a una realidad objetiva, sino a una retórica de la alteridad. De ese modo, vemos que los datos geográficos que ofrece el escritor no constituyen datos objetivos, los mismos son un elemento retórico más en la obra y son moldeados y presentados de una manera determinada porque son funcionales al objetivo argumental que persigue el autor.

Desde esta perspectiva, el análisis de los elementos de descripción geográfica en cada episodio concreto nos llevaría a evitar hablar de ‘errores’ y ‘contradicciones’ y a centrarnos en la funcionalidad retórica de los mismos.

En lo que no cabe duda es que Tito Livio logra su propósito de superar en la narración el estilo de los antecesores.
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historia de Roma. Tito Livio. Tomo II.

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(....)

Los embajadores que habían sido enviados a Cartago (mientras Anibal se colocaba en posición de tomar Sagunto), a su regreso a Roma, informaron del espíritu hostil que se respiraba. 

Casi el mismo día en que regresaron llegó la noticia de la caída de Sagunto, y fue tal la angustia del Senado por el cruel destino de sus aliados, tal fue su sentimiento de vergüenza por no haberles enviado ayuda, su ira contra los cartagineses y su inquietud por la seguridad del Estado, pues les parecía como si el enemigo estuviese ya a sus puertas, que no se sientan con ánimos para deliberar, agitados como estaban por tan contradictorias emociones. 

Había motivos suficientes para la alarma. Nunca se habían enfrentado a un enemigo más activo ni más combativo, y nunca había estado la república romana más falta de energía ni menos preparada para la guerra. Las operaciones contra los sardos, corsos e istrios, además de aquellas contra los ilirios, habían sido más una molesta que un entrenamiento para los soldados de Roma; contra los galos se mantuvo una lucha inconexa más que una guerra en regla. Pero los cartagineses, un enemigo veterano que durante veintitrés años había prestado un duro y áspero servicio entre las tribus hispanas, y que siempre había salido victorioso, acostumbrados a un general vigoroso, estaban ahora cruzando el Ebro, recién saqueada una muy rica ciudad, y traían con ellos a todas aquellas tribus hispanas, ansiosas de pelea. Estas levantarían a las distintas tribus galas, que siempre estaban dispuestas a tomar las armas; los romanos tendrían que luchar contra todo el mundo y combatir ante las murallas de Roma. 

Ya se habían decidido los escenarios de las campañas; a los cónsules se les ordenó echarlos a suertes. Hispania correspondió a Cornelio y África a Sempronio. Se resolvió que se debían alistar seis legiones durante ese año; los aliados deberían aportar tantos contingentes como considerasen necesarios los cónsules y se fetaría una armada tan grande como se pudiera; se llamó a veinticuatro mil romanos de infantería y mil ochocientos de caballería; los aliados aportaron cuarenta mil de infantería y cuatro mil cuatrocientos de caballería; también se alistó una flota de doscientos veinte quinquerremes de guerra y veinte buques ligeros. La cuestión se presentó formalmente ante la Asamblea: ¿Era su deseo y voluntad que se declarase la guerra contra el pueblo de Cartago? Cuando esto se decidió, se realizó una rogativa especial; la procesión marchó por las calles de la Ciudad ofreciendo oraciones en los distintos templos para que los dioses concedieran una próspero y feliz término a la guerra que el pueblo de Roma acababa de ordenar. Las fuerzas se dividieron entre los cónsules de la siguiente manera: se asignaron a Sempronio dos legiones, cada una compuesta por cuatro mil soldados de infantería y trescientos de caballería, así mismo se le asignaron dieciséis mil de infantería y mil ochocientos de caballería de los contingentes aliados. De las naves grandes se le destinaron ciento sesenta y doce de las ligeras. Con esta fuerza combinada, terrestre y naval, se le envió a Sicilia con órdenes de cruzar a África si el otro cónsul tenía éxito impidiendo que los cartagineses invadieran Italia. A Cornelio, por el contrario, se le proporcionó una fuerza más pequeña, pues Lucio Manlio, el pretor, había sido también enviado a la Galia con un grupo de tropas bastante fuerte. La fota de Cornelio era más débil pues tenía sólo 60 buques de guerra, porque nunca se pensó que el enemigo viniera por mar o emplease su armada con fnes ofensivos. Su fuerza terrestre estaba compuesta por dos legiones romanas, con su complemento de caballería, así como catorce mil infantes y mil seiscientos jinetes aliados. La provincia de la Galia era ocupada por dos legiones romanas y diez mil infantes aliados junto a seiscientos jinetes romanos y mil aliados. Estas eran las fuerzas desplegadas para la Guerra Púnica. [21.18] 

Cuando se terminaron estos preparativos y para que antes de comenzar la guerra se hiciera todo ajustado a derecho, se envió una (nueva) embajada a Cartago. Los escogidos eran hombres de edad y experiencia: Quinto Fabio, Marco Livio, Lucio Emilio, Cayo Licinio y Quinto Bebio. Se les encargó que preguntasen si Aníbal había atacado Sagunto con la sanción del Consejo público; y si, como parecía lo más probable, los cartagineses admitan que así era y procedían a defender su acto, los embajadores romanos debían declarar formalmente la guerra a Cartago. 

Tan pronto como arribaron a Cartago se presentaron ante el Senado. Quinto Fabio debía, de acuerdo con sus instrucciones, exponer simplemente la cuestión de la responsabilidad del gobierno, cuando uno de los miembros presentes dijo: "Ya se adelantó bastante vuestra anterior embajada al exigir la entrega de Aníbal sobre la base de que estaba atacando Sagunto bajo su propia autoridad; pero la vuestra ahora, más templada, resulta en realidad más dura. Porque en aquella ocasión fue Aníbal, cuyos actos denunciasteis y cuya entrega exigisteis; ahora buscáis forzarnos a una declaración de culpabilidad e insistís en obtener una satisfacción inmediata, como hombres que admiten su error. No obstante, considero que la cuestión no es si el ataque a Sagunto fue un acto de política oficial o sólo el de un ciudadano particular (Anibal), sino si estaba o no justificado por las circunstancias. Es cosa nuestra investigar y proceder contra un ciudadano cuando hace algo bajo su propia autoridad; para vosotros la única cuestión a discutir es si sus actos son compatibles con los términos del tratado. Ahora bien, ya que vosotros deseáis establecer una distinción entre lo que hacen nuestros generales con aprobación del Senado y lo que hacen por iniciativa propia, debéis recordar que el tratado con nosotros fue hecho por vuestro cónsul, Cayo Lutacio, y mientras que hacía disposiciones para salvar los intereses de los aliados de ambas naciones, no hacía ninguna respecto a los saguntinos, pues ellos no eran vuestros aliados por entonces. Pero, diréis, por el tratado concluido con Asdrúbal los saguntinos quedaban exentos de ser atacados. Os opondré a esto vuestros propios argumentos. Nos dijisteis que rehusabais veros obligados por el tratado que vuestro cónsul, Cayo Lutacio, concluyó con nosotros porque no fue aprobado ni de los Patres [o sea, el Senado] ni por la Asamblea. Vuestro consejo público efectuó, en consecuencia, un nuevo tratado. Ahora bien, si ningún tratado tiene carácter vinculante para vosotros a menos que se hayan hecho con la autoridad de vuestro Senado o por orden de vuestra Asamblea, nosotros, por nuestra parte, no podemos obligarnos por un tratado pactado por Asdrúbal y que se hizo sin nuestro conocimiento. Dejad todas las alusiones a Sagunto y al Ebro, y hablad claramente sobre lo que habéis estado tanto tiempo incubando secretamente en vuestras mentes". 

Entonces el romano, recogiendo su toga, les dijo: "Aquí os traemos la guerra y la paz, tomad la que gustéis". Se encontró con un grito desafiante y se le contestó altaneramente que diera él lo que prefiriese; y cuando, dejando caer los pliegues de su toga, les dijo que les daba la guerra, ellos le replicaron que aceptaban la guerra y que la llevarían con el mismo ánimo que la aceptaban. 

[21.19] Esta pregunta directa y la amenaza de la guerra parecía estar más en consonancia con la dignidad de Roma que discutir sobre tratados; ya lo parecía antes de la destrucción de Sagunto, y más aún después. Pues, si hubiera sido una cuestión a discutir, ¿qué base había para comparar el tratado de Asdrúbal con el anterior de Lutacio que se había modificado? En el de Lutacio se decía expresamente que sólo obligaría si el pueblo lo aprobaba, mientras que en el de Asdrúbal no exista tal cláusula de salvaguardia. Además, el tratado había sido observado en silencio durante sus muchos años de vida y quedó por ello tan ratifcado que, aún tras la muerte de su autor, ninguno de sus artículos fue alterado. Pero incluso si basasen su posición sobre el tratado anterior, el de Lutacio, los saguntinos quedaban lo bastante protegidos al haberse exceptuado a los aliados de ambas partes de cualquier acto hostil; porque nada se decía sobre "los que fueran entonces sus aliados" o sobre excluir "a cualquiera con quien se formase después una alianza". Y puesto que se permita a ambas partes formar nuevas alianzas, ¿quién creería que resultaría un acuerdo justo el que ninguno pudiera formalizar con otros una alianza con independencia de su mérito, o que cuando hubieran sido admitidos como aliados no se les pudiera proteger con lealtad, sobre el entendimiento de que los aliados de los cartagineses no debían ser inducidos a rebelión ni recibir a quienes hicieran defección por propia voluntad?

(Livio se inclina claramente del lado de que  Roma tiene razón al considerar el ataque a Sagunto una vulneración de los tratados, ya sea el anterior o el de Asdrubal. Los cartagineses entienden, por su parte, que Roma lo que quiere desde tiempo atrás es tomar posiciones en la costa ibérica, incluso al sur del Ebro. Es lógico que los cartagineses no consientan que se formen alianzas con ciudades de su territorio de forma ilimitada, sobre todo nuevas alianzas. Los romanos alegan que al alianza con Sagunto no es nueva, pero no dejan de defender la posibilidad de nuevas alianzas. Resulta evidente que ambos quieren el dominio de las costa de Iberia. Como insiste Polibio, la destrucción de Sagunto es un pretexto para un conflicto sobre el control del Mediterraneo que tiene que aparecer en un momento u otro porque no había sido bien cerrado en la Primera Guerra Púnica). 

Los embajadores romanos, de acuerdo con sus instrucciones, marcharon a Hispania con el propósito de visitar a las diferentes ciudades y llevarlas a una alianza con Roma o, al menos, que abandonasen a los cartagineses. Los primeros ante quienes se presentaron fueron los bargusios [pueblo de la actual región catalana, ¿al norte de la provincia de Lérida? -N. del T.], que estaban cansados de la dominación púnica y les recibieron favorablemente; su éxito aquí excitó un deseo de cambio entre muchas de las tribus de allende el Ebro. Llegaron después junto a los volcianos [las últimas propuestas sitúan este pueblo al norte de los bargusios, sobre el valle del Cinca.], y la respuesta que les dieron fue ampliamente conocida en toda Hispania y determinó que el resto de tribus estuvieran en contra de una alianza con Roma. Esta contestación fue dada por el más anciano de su consejo nacional en los términos siguientes: "¿No os avergüenza, romanos, pedir que tengamos amistad con vosotros en vez de con los cartagineses, en vista de cuánto han sufrido por vuestra culpa vuestros aliados, a quienes traicionasteis con más crueldad que la que sufrieron de los cartagineses, sus enemigos? Os aconsejo que busquéis aliados donde no se haya oído nunca hablar de Sagunto.

Después de esta misión infructuosa en Hispania, cruzaron a la Galia. [21.20] Aquí se encontraron ante sus ojos con una visión extraña y espantosa; los hombres acudieron al consejo completamente armados, como era la costumbre del país. Cuando los romanos, tras ensalzar la fama y el valor del pueblo romano y la grandeza de su dominio, pidieron a los galos que no permitieran que los invasores cartagineses pasasen por sus campos y ciudades, les interrumpieron estallando en tales risas que los magistrados y miembros más ancianos del consejo apenas pudieron contener a los hombres más jóvenes. Pensaban que era una demanda estúpida e insolente pedir que los galos, para que la guerra no se extendiera a Italia, se volviesen contra ellos mismos y expusieran sus propias tierras al saqueo en vez de las de los otros. Después de restablecerse la calma, se respondió a los embajadores que ni los romanos les habían prestado ningún servicio ni los cartagineses les habían hecho ninguna ofensa, ni como para tomar las armas en favor de Roma ni en contra de los cartagineses. Por otra parte, habían oído que hombres de su raza estaban siendo expulsados de Italia, que se les hacía pagar tributo y se les someta a muchas indignidades. Su experiencia se repitió en los demás consejos de la Galia, en ninguna parte escucharon una palabra amable o lo bastante pacífica hasta que llegaron a Marsella [la antigua Massilia- ]. Allí se les expuso cuidadosa y honestamente cuanto sus aliados habían averiguado: se les informó de que los intereses de los galos habían sido ya garantizados por Aníbal; pero ni siguiera él les habría hallado muy dispuestos, por su naturaleza salvaje e indomable, a menos que se hubiera ganado también a sus jefes con oro, algo que aquella nación siempre apetecía. 

Después de atravesar así Hispania y las tribus de la Galia, los embajadores regresaron a Roma no mucho después de que los cónsules hubiesen partido a sus respectvas provincias. Encontraron la Ciudad entera esperando la guerra, pues se escuchaban persistentes rumores de que los cartagineses habían cruzado el Ebro. [21.21] 

Tras la captura de Sagunto, Aníbal se había retirado a sus cuarteles de invierno en Cartagena. Allí le habían llegado los informes de cuanto ocurría en Roma y Cartago y enterado de que él era, además del general que iba a dirigir la guerra, el único responsable de su estallido. Como retrasarse más resultaría muy inconveniente, había vendido y distribuido el resto del botín y convocado a todos aquellos de sus soldados que eran de sangre hispana y se había dirigido a ellos de la siguiente manera: "Creo que vosotros mismos, aliados, reconoceréis que, ahora que hemos reducido todos los pueblos de Hispania, no nos queda más que poner fn a nuestras campañas y licenciar nuestros ejércitos o llevar nuestras guerras a otras terras. Si tratamos de ganar botín y gloria de otras naciones, estos pueblos disfrutarán no solo de las bendiciones de la paz, sino también de los frutos de la victoria. Dado que, por lo tanto, nos esperan campañas lejos de casa, y no se sabe cuando volvéis a ver vuestras casas y cuanto os es querido, os concedo licencia para que todo el que lo desee pueda visitar a su gente amada. Debéis volver a reuniros a principio de la primavera, para que podamos, con la benevolente ayuda de los dioses, dedicarnos a una guerra que nos proporcionará inmenso botín y nos cubrirá de gloria". 

Todos ellos habían agradecido la oportunidad, ofrecida tan espontáneamente, de visitar sus hogares tras una ausencia tan larga y en previsión de una ausencia aún más duradera. El descanso invernal, tras sus últimos esfuerzos y antes de los aún mayores que habrían de hacer, restauró sus facultades mentales y fisicas, fortaleciéndoles de cara a las nuevas pruebas. 

En los primeros días de la primavera de 218 a. de C. se reunieron conforme a las órdenes. Después de revistar la totalidad de los contngentes nativos, Aníbal fue a Cádiz, donde cumplió sus promesas a Hércules [en el famoso santuario fenicio de Melqart-Herakles], y se comprometió a sí mismo con nuevos votos a esa deidad en el caso de que su empresa tuviera éxito. 

Como África sería vulnerable a los ataques procedentes de Sicilia durante su larga marcha a través de Hispania y las dos Galias hasta Italia, decidió asegurar aquel país con una fuerte guarnición. Para ocupar su lugar requirió tropas de África, una fuerza consistente principalmente infantería ligera. lanzadores de jabalinas. Habiendo transferido así africanos a Hispania e hispanos a África, esperaba que los soldados de cada procedencia prestaran así un mejor servicio, estado obligados por obligaciones recíprocas. La fuerza que despachó a África consistió en trece mil ochocientos cincuenta infantes hispanos con escudo y ochocientos setenta honderos baleáricos, junto a un cuerpo de mil doscientos jinetes procedentes de muchas tribus. Esta fuerza estaba destinada en parte a la defensa de Cartago y en parte a distribuirse por el territorio africano. Al mismo tempo, se enviaron oficiales de reclutamiento por diversas ciudades; ordenó que unos cuatro mil jóvenes escogidos de los alistados fueran llevados a Cartago para reforzar su defensa y también como rehenes que garantizasen la lealtad de sus pueblos.

Las mismas previsiones hubieron de hacerse en Hispania, tanto más cuanto que Aníbal era plenamente consciente de que los embajadores romanos habían ido por todo el país para ganarse a los jefes de las diversas tribus. Puso al mando a su enérgico y capaz hermano, Asdrúbal, y le asignó un ejército compuesto principalmente por tropas africanas: once mil ochocientos cincuenta de infantería africana, trescientos ligures y quinientos baleares. A estos infantes auxiliares añadió cuatrocientos cincuenta de caballería libio-púnica, unos mil ochocientos númidas y moros, habitantes de la orilla del océano y un pequeño grupo montado de trescientos ilergetes alistados en Hispania. Finalmente, para su sus fuerzas terrestres estuviera completa en todas sus partes, asignó veintún elefantes. La protección de la costa precisaba una flota, y como era natural suponer que los romanos emplearían nuevamente este arma, con la que habían logrado antes victorias, destnó una fota de cincuenta y siete buques, incluyendo cincuenta quinquerremes, dos cuadrirremes y cinco trirremes, aunque únicamente estaban dispuestas y pertrechadas de remos treinta y dos quinqueremes y los cinco trirremes. 

Desde Gades Anibal volvió a los cuarteles de invierno de su ejército en Cartagena, y desde Cartagena comenzó su marcha hacia Italia. Pasando por la ciudad de Onusa, marchó a lo largo de la costa hasta el Ebro. Dice la leyenda que mientras estaba allí detenido, vio en sueños a un joven de apariencia divina que le dijo que le había enviado Júpiter para que actuase como guía a Aníbal en su marcha a Italia. Debía, por tanto, seguirle y no apartar los ojos de él. Al principio, lleno de asombro, lo siguió sin mirar a su alrededor ni hacia atrás, pero como la curiosidad instintiva le impulsaba a preguntarse qué era lo que le estaba prohibido mirar a sus espaldas, ya no pudo controlar sus ojos. Vio detrás de él una serpiente grande y maravillosa, que se movía derribando árboles y arbustos frente a ella, mientras a su paso levantaba una tempestad de truenos. Él le preguntó qué significaba aquel maravilloso portento y se le dijo que era la devastación de Italia; que tenía que seguir adelante sin hacer más preguntas y dejar que su destino permaneciera oculto.
(Tenemos pues las fuerzas cartaginesas dividas en tres partes: una en Afríca protegiendo Cartago de posibles ataques desde Sicilia; otra en Hispania (Iberia), dirigida por Asdrubal; y finalmente, el ejército que se dirige hacia Italia comandado por Anibal).

Complacido por esta visión, procedió a cruzar el Ebro con su ejército, en tres grupos, tras enviar hombres por adelantado para asegurarse con sobornos la buena voluntad de los habitantes galos en sus lugares de cruce y también para reconocer los pasos de los Alpes. Llevó noventa mil de infantería y doce mil de caballería a través del Ebro. Su siguiente paso fue someter a los ilergetes, los bargusios y a los ausetanos, así como el territorio de la Lacetania que se encuentra a los pies de los Pirineos. Puso a Hanón al mando de toda la línea de costa para asegurar el paso que conecta Hispania con la Galia, y le dio un ejército de diez mil infantes para mantener el terreno y mil de caballería. 

Cuando su ejército comenzó el paso de los Pirineos y los bárbaros vieron que era cierto el rumor de que les llevaban contra Roma, tres mis carpetanos desertaron. Se dio a entender que les indujo a desertar no tanto la perspectiva de la guerra como la duración de la marcha y la imposibilidad de cruzar los Alpes. Como hubiera sido peligroso exigirles volver o tratar de detenerlos por la fuerza, por si se levantaban los ánimos del resto del ejército, Aníbal envió de regreso a sus casas a más de siete mil hombres que, según había descubierto por sí mismo, estaban cansados de la campaña; al mismo tempo hizo parecer que los carpetanos habían sido despedidos por él.

A continuación, para evitar que sus hombres se desmoralizasen con más retrasos e inactividad, cruzó los Pirineos con el resto de su fuerza (...).

Ninguna notcia, entre tanto, había llegado a Roma aparte de los hechos advertdos por los mensajeros marselleses, es decir, que Aníbal había cruzado el Ebro. A esto, como si Aníbal ya hubiera cruzado los Alpes, los boyos [su capital era la antigua Bononia,  Bolonia], tras sublevar a los ínsubros [su capital era la antigua Mediolanum, actual Milán], se alzaron en rebelión, no tanto a consecuencia de su vieja y permanente enemistad contra Roma sino por su reciente agresión.

(...) el Senado romano se dio cuenta de que enfrentaban una guerra gala además de la guerra con Cartago, ordenaron a Cayo Atlio, el pretor, que fuera a relevar a Manlio con una legión romana y cinco mil hombres alistados recientemente por el cónsul de entre los aliados. Como el enemigo, temeroso de enfrentarse con estos refuerzos, se había retrado, Atlio llegó a Taneto sin combatir. Después de alistar una nueva legión para susttuir a la que se había enviado con el pretor, Publio Cornelio Escipión se hizo a la mar con sesenta grandes naves y costeó por las orillas de Etruria y Liguria, pasando las montañas de los saluvios [pueblo asentado entre Niza y el Ródano] hasta llegar a Marsella. Allí desembarcó sus tropas en la primera boca del Ródano a la que llegó y dispuso su campamento fortificado, apenas capaz de creer que Aníbal había superado el obstáculo de los Pirineos. Sin embargo, cuando comprendió que este ya estaba considerando cruzar el Ródano, sinténdose indeciso sobre dónde podría encontrarle y deseando dar tempo a sus hombres para recobrarse de los efectos del viaje, envió por delante una fuerza selecta de trescientos jinetes acompañados por guías marselleses y galos amigos para explorar el país en todas direcciones y descubrir, si era posible, al enemigo. 

Aníbal había superado la oposición de las tribus nativas, fuera mediante el miedo o con sobornos, y había llegado al territorio de los volcas [pueblo situado entre los Pirineos y el Ródano.]. Se trataba de una tribu poderosa que habitaba el país a ambos lados del Ródano pero, desconfando de su capacidad para detener a Aníbal en el lado del río más cercano a él, decidieron convertir al río en una barrera y trasladaron a casi toda la población al otro lado, donde se prepararon para resistr con las armas. El resto de la población del río, y también la de los propios volcas, que aún seguían en sus hogares, fue inducida con regalos para que reuniesen botes de ambas orillas y ayudasen en la construcción de otras, estmulados sus esfuerzos por el deseo de deshacerse lo antes posible de tan gravosa e inmensa multtud. Así que se reunió una enorme cantidad de botes y naves de toda clase, como las que usaban en sus viajes arriba y abajo del río; los galos fabricaron otras nuevas ahuecando troncos de árboles y luego los mismos soldados, viendo la abundancia de madera y la facilidad con que se construían, se dieron a construir toscas canoas, contentándose con que flotasen y llevasen la carga de sus pertenencias y a sí mismos.

Todo estaba preparado para el cruce del Ródano (...).


Tres días después de que Aníbal había dejado atrás las orillas del Ródano; Publio Cornelio Escipión llegó al campamento abandonado con su ejército en orden de batalla, dispuesto a combaitr de inmediato. Sin embargo, cuando vio las defensas abandonadas y se dio cuenta de que no sería tarea fácil alcanzar a su oponente con la ventaja tan grande que le había tomado, regresó a sus barcos. Consideró que lo más fácil y seguro sería enfrentarse con Aníbal cuando descendiera de los Alpes. Hispania era la provincia que le había correspondido (a Publio) y, para evitar que se viera completamente despojada de fuerzas romanas, envió a su hermano Cneo Escipión, con la mayor parte de su ejército, a operar contra Asdrúbal, no solo para conservar los viejos aliados y ganar otros nuevos, sino para expulsar a Asdrúbal de Hispania. 

Él mismo (Publio) navegó hasta Génova [Genua] con una muy pequeña fuerza, con intención de defender Italia con el ejército situado en el valle del Po. Desde el Durance, la ruta de Aníbal transcurrió principalmente a través de territorio abierto y llano y llegó a los Alpes sin encontrar ninguna oposición por parte de los galos que habitaban la zona. Pero la vista de los Alpes revivió el terror en las mentes de sus hombres. Aunque los rumores, que por lo general aumentan los peligros no probados, les había llenado de sombríos presagios, la visión de cerca demostró ser más atemorizante. La altura de las montañas, ya tan cercanas, la nieve que casi se perdía hasta el cielo, las miserables chozas encaramadas a las rocas, los rebaños y manadas ateridos por el frío, los hombres salvajes y descuidados, todo lo animado y lo inanimado rígido por las heladas, junto con otras horribles visiones más allá de cualquier descripción, ayudaron a aumentar su inquietud (...).


(Tras el azaroso cruce de los Alpes) alcanzaorn Italia; en cinco meses, según algunos autores, tras dejar Cartagena, y habiendo empleado quince días en superar las dificultades de los Alpes. Los distntos autores están irremediablemente en desacuerdo en cuanto al número de las tropas con que Aníbal entró en Italia. La esitmación más alta le asigna cien mil de infantería y veinte mil de caballería; la más baja estma su fuerza en veinte mil de infantería y seis mil de caballería. (...) El primer pueblo con el que se encontró fue el de los taurinos, una tribu semi-gala [su ciudad principal era Taurinum, la actual Turín.]

La primera batalla de los romanos contra Aníbal (la batalla del Tesino o del Ticino), aconteció en noviembre de 218 a.C. y a esta le seguirán, en territorio italiano, las de Trebia, Trasimeno y el desastre de Cannas.